A
las 5 de la tarde, de un viernes de los años noventa, Guatita le dio un beso a
mamá y se fue a las calles de la ciudad. Allá, afuera de la quinta en la que creció
y donde su casa, en el interior 5, era la más antigua, la de paredes
descascaradas, techo como dormitorio para jirafas y habitaciones dividas por
muros y cortinas gruesas en la entrada, en los Barrios Altos, el corazón de
Lima, el hogar del muchacho de 11 años.
No
era la primera salida de Guatita, ni tampoco otro ritual previo: un permiso a
mamá y un abrazo de oso, coger la llave en forma de corazón, atravesar la cuadra y media de La Quinta y cruzar el pórtico principal. Pero sí
era el debut de las pichangas con los chicos de afuera, los que veía al
regresar a casa del colegio en las esquinas, sentados en los bordes de las
aceras curvas y riendo como si respiraran bromas.
No
temía jugar con gente mayor a él. Guatita era cuidadoso pero sagas a montones.
Y es que, el ser el más pequeño en La Quinta, su curiosidad lo empujó a conocer al
vecino del segundo piso, Juancho, unos 2 años mayor, que había repetido el año
escolar 3 veces seguidas y el único también que fue amigable con él. Le enseñó a
Guatita a jugar el trompo, canicas y a pegarle al balón como zaguero uruguayo,
y fue quien lo invitó, por primera a vez a jugar fútbol cerca al barrio.
Al
llegar a la espalda de la casa, el punto pactado para ir al duelo deportivo,
Guatita buscó a Juancho, preguntándose si acaso este se aprovechó de su nobleza
y lo hizo salir afuera en vano, en un horario inusual para sus aventuras.
Después de 5 minutos, y a punto de regresar a sus terrenos, divisó a su vecino,
acompañado de otros 4 muchachos, uno alto y 3 chatos, todos achinados y
esmirriados, con los polos sucios y los
shorts rasgados. Los saludó con un fuerte apretón de manos. El equipo estaba
listo.
El
sol ya se ocultaba al Este del barrio y en el suelo se dibujaban sombras asimétricas,
engendradas de algunas casas del vecindario, de estilo colonial, que en sus
últimos pisos estaban deshabitadas por el paso de los años, en los altos se caían
a pedazos. El bosque de penumbras y claros el grupo lo atravesó y luego 3 quintas
laberínticas que solo Juan conocía, rumbo al descampado cerca al Cinco Esquinas.
Al llegar
a la cancha terrosa y caída la noche, Guatita vio al otro equipo alrededor de
uno de los arcos hechos con 2 piedras, eran los del Misti, hijos victorianos y
de tez oscura, larguiruchos, todos 2 cabezas más que él, excepto por uno, un
blanquiñoso, a quien escuchó le decía Italiano.
El
más alto de ellos exigió a Juancho el dinero antes de iniciar el encuentro. Al
escuchar el pedido, Guatita entrelazó sus manos trigueñas, que sin querer
empezaron a sudar, pues él no sabía que apostarían. Al ver la escena del
muchacho, el Italiano lo señaló como aniñado y medroso, pues era raro que en
los Barrios Altos se dispute un partido sin ganancia como premio. Entonces uno
de ellos sugirió que apostara sus zapatillas, algo usadas pero lo suficiente
para ser el mejor regalo de Navidad para cualquiera de los oponentes. Juan acepto,
sin consultarle a su vecino y asegurándole que vencerían y luego irían a la
tienda del señor Huaco para celebrar con gaseosas y panes el triunfo.
Eran
las 7 de la noche, Guatita sentía que un frío inesperado invadía sus manos y
brazos, una sensación que, parecía, ni acariciaba a los otros en la cancha a
pesar de tener menos ropa que él. El balón al aire y a meter pierna fuerte,
gozar cada gol y sollozar por cada uno en contra.
Los
victorianos tocaban la pelota como Cueto y remataban como Chumpitaz, su juego
era pícaro y aguerrido a la vez, pero carente de lealtad, pues cuando peleaban
el balón acababa alguien del otro equipo en el suelo.
Jugaron
más de 1 hora, eran casi las 9 de la noche y el viento de la zona susurraba ya
sus sonidos típicos: insultos de querellas, silbidos agudos, risas y brindis de
festines, cantos de grillos y algún estruendo lejano de un choque o derrumbe.
En
la última jugada, y con el marcador igualado, Guatita pateo al arco y el balón
se elevó tanto que se perdió detrás de una casa vetusta, donde merodeaba una
vieja asesina de pelotas. Al instante el otro equipo acorraló al muchacho, en
demanda de la apuesta y de un balón nuevo, pero Juancho empujó a uno y proclamó
que el próximo viernes sería el desempate, alivio para Guatita. Con un ligero
movimiento de cabezas de arriba abajo y las manos en la cintura decretaron la
cita, la revancha.
En
el regreso a casa Guatita estuvo sin palabras. Todos los del equipo comentaban
las jugadas y los goles, mientras él, cabizbajo y con una mirada quieta frotaba
su llave con ambos pulgares sin verlas. Juancho lo miró con intriga y le palmeó
el hombro, para buscar que escape de ese trance.
En
la esquina de La Quinta se despidieron de los demás. Al abrir el portón Guatita
le agradeció a Juancho como si nunca más lo volviera a ver. Él se asustó y le
preguntó el porqué del adiós. El novato le cogió del brazo izquierdo, casi
apretándolo demasiado, y lo jaló hasta su puerta de La Quinta. Le pidió que
ingrese a su sala para presentarle a su madre.
Dentro
no había nadie, estaba vacía, excepto por un cofre azul oscuro, con asas
doradas y un rubí incrustado en la tapa. Le mostró su llave, la cual Juancho recordó
que su vecino en ningún momento, ni cuando celebró los goles, los evitó, corrió
o saltó, la desprendió de su mano derecha. Al acercarse a ella, se petrificó al
observar que Guatita la tenía atada con una pita tan delgada como un hilo casi
transparente.
Guatita
la liberó de su mano y con ella abrió el cajón. Era la llave del cofre de mamá,
el que escondía una mensaje escrito: “Eh aquí un recado para mi cualquiera que
quiera ser amigo de mi hijo: Él sufre de una insuficiencia cardiaca. Si el de
él falla, dele el suyo por atrevido y que Dios se apiade de su alma”.
Al
terminar de leer la frase, Juancho se quedó petrificado y aturdido, miró a su
lado y yacía su amigo echado boca arriba y paralizado, con los ojos abiertos .
Volvió a mirar el cofre y de repente apareció a su espalda una anciana, casi
enana y con canas alborotadas, que le clavó un cuchillo en la espalda con
destreza y sin tapujos. Juancho gritó pero las cortinas y paredes gruesas de
cuarto sofocaron sus gemidos, que se disipaban en lo alto de la casa. La mujer
lo tiró al suelo, le abrió el pecho y el de su hijo, y realizó un intercambio
de corazones. Bastó con un beso para que su hijo habrá los ojos otra vez y le
diera un beso más.
Cada
noche en los Barrios Altos, el nombre de Guatita imparte respeto y temor. Se le señala
como hijo de una bruja, de una madre diabólica que añora con sadismo que su
hijo nunca muera sin importar robar los corazones del más iluso.
La policía hasta ahora busca al joven Juancho, entre casuchas y canchas improvisadas, en busca de alguna respuesta, aunque sea del más allá, que dé explicaciones o anuncie el paradero de su alma.
Publicado por Guillermo Arturo Rojas Ojeda.
La policía hasta ahora busca al joven Juancho, entre casuchas y canchas improvisadas, en busca de alguna respuesta, aunque sea del más allá, que dé explicaciones o anuncie el paradero de su alma.
Publicado por Guillermo Arturo Rojas Ojeda.