viernes, 20 de septiembre de 2013

La Quinta de Corazones

A las 5 de la tarde, de un viernes de los años noventa, Guatita le dio un beso a mamá y se fue a las calles de la ciudad. Allá, afuera de la quinta en la que creció y donde su casa, en el interior 5, era la más antigua, la de paredes descascaradas, techo como dormitorio para jirafas y habitaciones dividas por muros y cortinas gruesas en la entrada, en los Barrios Altos, el corazón de Lima, el hogar del muchacho de 11 años.
No era la primera salida de Guatita, ni tampoco otro ritual previo: un permiso a mamá y un abrazo de oso, coger la llave en forma de corazón, atravesar la cuadra y media de La Quinta y cruzar el pórtico principal. Pero sí era el debut de las pichangas con los chicos de afuera, los que veía al regresar a casa del colegio en las esquinas, sentados en los bordes de las aceras curvas y riendo como si respiraran bromas.
No temía jugar con gente mayor a él. Guatita era cuidadoso pero sagas a montones. Y es que, el ser el más pequeño en La Quinta, su curiosidad lo empujó a conocer al vecino del segundo piso, Juancho, unos 2 años mayor, que había repetido el año escolar 3 veces seguidas y el único también que fue amigable con él. Le enseñó a Guatita a jugar el trompo, canicas y a pegarle al balón como zaguero uruguayo, y fue quien lo invitó, por primera a vez a jugar fútbol cerca al barrio.
Al llegar a la espalda de la casa, el punto pactado para ir al duelo deportivo, Guatita buscó a Juancho, preguntándose si acaso este se aprovechó de su nobleza y lo hizo salir afuera en vano, en un horario inusual para sus aventuras. Después de 5 minutos, y a punto de regresar a sus terrenos, divisó a su vecino, acompañado de otros 4 muchachos, uno alto y 3 chatos, todos achinados y esmirriados,  con los polos sucios y los shorts rasgados. Los saludó con un fuerte apretón de manos. El equipo estaba listo.
El sol ya se ocultaba al Este del barrio y en el suelo se dibujaban sombras asimétricas, engendradas de algunas casas del vecindario, de estilo colonial, que en sus últimos pisos estaban deshabitadas por el paso de los años, en los altos se caían a pedazos. El bosque de penumbras y claros el grupo lo atravesó y luego 3 quintas laberínticas que solo Juan conocía, rumbo al descampado cerca al Cinco Esquinas.
Al llegar a la cancha terrosa y caída la noche, Guatita vio al otro equipo alrededor de uno de los arcos hechos con 2 piedras, eran los del Misti, hijos victorianos y de tez oscura, larguiruchos, todos 2 cabezas más que él, excepto por uno, un blanquiñoso, a quien escuchó le decía Italiano.
El más alto de ellos exigió a Juancho el dinero antes de iniciar el encuentro. Al escuchar el pedido, Guatita entrelazó sus manos trigueñas, que sin querer empezaron a sudar, pues él no sabía que apostarían. Al ver la escena del muchacho, el Italiano lo señaló como aniñado y medroso, pues era raro que en los Barrios Altos se dispute un partido sin ganancia como premio. Entonces uno de ellos sugirió que apostara sus zapatillas, algo usadas pero lo suficiente para ser el mejor regalo de Navidad para cualquiera de los oponentes. Juan acepto, sin consultarle a su vecino y asegurándole que vencerían y luego irían a la tienda del señor Huaco para celebrar con gaseosas y panes el triunfo.
Eran las 7 de la noche, Guatita sentía que un frío inesperado invadía sus manos y brazos, una sensación que, parecía, ni acariciaba a los otros en la cancha a pesar de tener menos ropa que él. El balón al aire y a meter pierna fuerte, gozar cada gol y sollozar por cada uno en contra.
Los victorianos tocaban la pelota como Cueto y remataban como Chumpitaz, su juego era pícaro y aguerrido a la vez, pero carente de lealtad, pues cuando peleaban el balón acababa alguien del otro equipo en el suelo.
Jugaron más de 1 hora, eran casi las 9 de la noche y el viento de la zona susurraba ya sus sonidos típicos: insultos de querellas, silbidos agudos, risas y brindis de festines, cantos de grillos y algún estruendo lejano de un choque o derrumbe.
En la última jugada, y con el marcador igualado, Guatita pateo al arco y el balón se elevó tanto que se perdió detrás de una casa vetusta, donde merodeaba una vieja asesina de pelotas. Al instante el otro equipo acorraló al muchacho, en demanda de la apuesta y de un balón nuevo, pero Juancho empujó a uno y proclamó que el próximo viernes sería el desempate, alivio para Guatita. Con un ligero movimiento de cabezas de arriba abajo y las manos en la cintura decretaron la cita, la revancha.
En el regreso a casa Guatita estuvo sin palabras. Todos los del equipo comentaban las jugadas y los goles, mientras él, cabizbajo y con una mirada quieta frotaba su llave con ambos pulgares sin verlas. Juancho lo miró con intriga y le palmeó el hombro, para buscar que escape de ese trance.
En la esquina de La Quinta se despidieron de los demás. Al abrir el portón Guatita le agradeció a Juancho como si nunca más lo volviera a ver. Él se asustó y le preguntó el porqué del adiós. El novato le cogió del brazo izquierdo, casi apretándolo demasiado, y lo jaló hasta su puerta de La Quinta. Le pidió que ingrese a su sala para presentarle a su madre.
Dentro no había nadie, estaba vacía, excepto por un cofre azul oscuro, con asas doradas y un rubí incrustado en la tapa. Le mostró su llave, la cual Juancho recordó que su vecino en ningún momento, ni cuando celebró los goles, los evitó, corrió o saltó, la desprendió de su mano derecha. Al acercarse a ella, se petrificó al observar que Guatita la tenía atada con una pita tan delgada como un hilo casi transparente.
Guatita la liberó de su mano y con ella abrió el cajón. Era la llave del cofre de mamá, el que escondía una mensaje escrito: “Eh aquí un recado para mi cualquiera que quiera ser amigo de mi hijo: Él sufre de una insuficiencia cardiaca. Si el de él falla, dele el suyo por atrevido y que Dios se apiade de su alma”.
Al terminar de leer la frase, Juancho se quedó petrificado y aturdido, miró a su lado y yacía su amigo echado boca arriba y paralizado, con los ojos abiertos . Volvió a mirar el cofre y de repente apareció a su espalda una anciana, casi enana y con canas alborotadas, que le clavó un cuchillo en la espalda con destreza y sin tapujos. Juancho gritó pero las cortinas y paredes gruesas de cuarto sofocaron sus gemidos, que se disipaban en lo alto de la casa. La mujer lo tiró al suelo, le abrió el pecho y el de su hijo, y realizó un intercambio de corazones. Bastó con un beso para que su hijo habrá los ojos otra vez y le diera un beso más.

Cada noche en los Barrios Altos, el nombre de Guatita imparte respeto y temor. Se le señala como hijo de una bruja, de una madre diabólica que añora con sadismo que su hijo nunca muera sin importar robar los corazones del más iluso. 
La policía hasta ahora busca al joven Juancho, entre casuchas y canchas improvisadas, en busca de alguna respuesta, aunque sea del más allá, que dé explicaciones o anuncie el paradero de su alma.

Publicado por Guillermo Arturo Rojas Ojeda.


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