viernes, 11 de octubre de 2013

La Rosa de la Guaquilla

La Rosa de la Guaquilla
Era uno de los últimos días de agosto, un sábado. El cacareo del gallo en la casa del vecino me despertó. El aire helado que acarició mis pies me sacó de la cama y también visitó las habitaciones de mi familia sin despertarlos. Hasta nuestro peludo guardián estaba en los brazos de Morfeo. El reloj de mi recámara marcaban 5 minutos para las 6 de la mañana. Me puse un chompa y aproveché el descanso de mis padres para terminar de conocer cada rincón de la casa. 

Bajé al primer piso a través de la escalera en forma de caracol, esa que tanto empezaba a amar por su ventana a mitad de camino, la única de mi nueva posada, que me concedía ver el cielo de la ciudad. Era rectangular, unas gotas inmensas de lluvia la empapaban. 

En esa casona del Cercado de Lima era el segundo día en que me levantaba. Sus paredes humedecían, palparlas provocaba que se pelen como piel reseca. Desde nuestra llegada, mis padres me prohibieron que las toque, sin ninguna razón. Pensé que era porque mis manos casi siempre andabas mugrientas de tanto jugar canicas o de acariciar al perro. Sin embargo, hasta ese momento con astucia y algo de rebeldía pude palmar todas, en menos de 6 horas de inspecciones típicas de cualquier escolar de 09 años que recién se muda. Sólo me faltaron las de un cuarto de la casa, el que estaba junto a la escalera de espiral. Al segundo día, papá dijo que aquella pieza estaba con candado por dentro y que la dueña de la casa la extirpó del alquiler. 

Esa recámara y su puerta de madera arrugada y de verde oscuro salpicada de moho era la culpable de mis siestas tempranas y de que me levante antes que todos para tratar de tocar su interior. Desde que la vi por primera vez no fue la ausencia de una manija lo que me atrajo, sino el nudo en la garganta que me produjo al acercarme a ella con un olor como el que rodea a un parque en primavera.

Suponía que su interior sería del mismo tamaño de las otras habitaciones. Las de la primera planta altas como para una jirafa y las de la segunda como para Quasimodo.  Mi alcoba era la más angosta y cálida, y era la más embetunada con color blanco, tan puro que, por la poderosa iluminación de su bombilla al golpear sus muros, las cucarachas y hormigas preferían pasear en los demás aposentos.
Jugaba contra el tiempo frente a ese pórtico vetusto mientras cavilaba cómo abrirlo, pues mis familia pronto despertaría y preguntarían el por qué del afán por descubrir lo prohibido e imposible. ¿Cómo abrir la puerta de este cuarto si su candado está adentro?, me cuestionaba sin perderle la mirada a tremendo portón. 

Una obsesión infantil se encendió en mi mente y sentía que los días que me quedaban de vacaciones se extinguían con cada segundo que no encontraba respuesta a mis pensamientos. Ya eran las 7 de la mañana, sonaron las alarmas, se desadormeció mi familia, el peludo ladró y mi corazón se sacudió: perdí mi oportunidad del día para ingresar a la sala secreta.  

Durante una semana, sin que nadie se de cuenta, practiqué el mismo ritual. Llegó el domingo y mi anhelo invasor se caía a pedazos. Entonces me acerqué al muro de madera oscura y me apoyé sobre el. Sentí una calidez adictiva ante el invierno limeño que se acercaba a su fin. La puerta era como una cama para recién nacidos, al frotarla su irregular relieve masajeaba las yemas de mis manos y el perfume que emanaba calmaba cualquier latido acelerado. De repente, sin querer, una de mis uñas largas arañó el pórtico con fuerza cuando un escalofrío golpeó en mi nuca. Empezaron a desprenderse pequeñas hilachas de madera de la puerta como al rayar una zanahoria. Retrocedí a penas unos pasos hasta quedarme petrificado. Ante mi ya no había portón alguno, sólo tiras de madera rayada en el suelo y una habitación al parecer vacía. Pasé a el y encontré un cuadro en una de las paredes. Su marco era dorado con puntos plomos y, por su tamaño, posiblemente lo hubiera cargado en brazos. En su interior estaba dibujada una rosa blanca con un fondo negro y con una pequeña letra su nombre "La rosa de la Guaquilla". En cada instante me sentí adormecido por su fragancia sin usar la lógica que señala a las obras de artes ajenas a la producción de olores, deliciosos o hediondos. No lo resistí y me acerqué más a la imagen y de repente me desvanecí. Fue un pestañeo inmediato. 

Cuando mi ojos se abrieron a los pocos segundos estaba echado en mi cama con la pijama del primer día en que traté de descubrir lo que se escondía detrás de la puerta. Vino mi madre a darme un abrazo y me dijo: "Ayer te pedimos que no toques las paredes sin ninguna razón. Te diré el por qué hijo mío: la dueña nos dijo que hace algunos años su esposo, creyente de viejas costumbres limeñas, las pintó a base de rosas blancas, en especial la pared que está al comienzo de la escalera, en ella él las mezcló con claveles negros para evitar que la Guaquilla, el espectro manipulador de sueños, invada el descanso de los niños en el segundo piso".

Por Guillermo Rojas.

jueves, 10 de octubre de 2013

EL SILENCIO DE MI PADRE


En un barrio alejado de la urbe limeña, lejos de los griteríos y de las señalizaciones caóticas que entorpecen a conductores y peatones cuando transitan por avenidas concurrentes, me encontraba viviendo con mi padre y mis dos hermanos mayores que terminaban la adolescencia. Como hijo menor, era el engreído de la casa y no había reproche para aquel que no entendiera mis engreimientos.

Recuerdo cada vez que mi padre nos llevaba a misa, íbamos a hacer peregrinación cada fin de semana. No me sentía cómodo de caminar con tanta gente, pero, preferiría haberme quedado jugando en casa de churrito, mi gran amigo. Sin embargo, entre tantas salidas por los santuarios de Lima, había percatado algo extraño en la personalidad de mi padre. Su tierna mirada con lágrimas en los ojos y la barbilla que sobresalía su mentón, dibujaban el rostro de esos santos que observaba atentamente por algunos salones de la iglesia.

De regreso a casa, no encontrábamos comida en la mesa, porque, entre puros hombres, ninguno sabía cocinar. Mi madre, aquella mujer a que no veía hace más de cinco años, se había divorciado con mi papá, apenas cumplí los tres años, es por ello que, mi memoria no guarda ninguna imagen de ella. Quizás mis hermanos sean los únicos que más la extrañaban, ya que por curiosidad encontré cartas en sus roperos donde expresaban su más efusivo sentimiento de amor.

Por momentos estaba a gusto de tener las ventajas de mi dulce infancia, terminar la primaria en un colegio que se iba desquebrajando por abandono, era lo que menos me importaba, porque ahí conocí nuevos amigos con los que iba aprendiendo y pasé peripecias inolvidables. Mi amigo churrito, era mestizo, nariz aguileña, de padre ayacuchano y madre argentina, al igual que yo, vivía con sus hermanos. Al costado de su humilde casa de triplay, tenía un patio de cemento donde nos reuníamos para jugar canicas o trompo. Conforme íbamos creciendo nos fuimos alejando de nuestra amistad, puesto que, adoptó otro tipo de personalidad que lo llevó a las drogas. En mi caso, yo me sentía igual, sin cambios en mi conducta, pero sí me sentía más maduro para tomar riendas sueltas cuando las cosas salieran mal en casa.

Era otoño, y una llamada al celular de mi padre hizo que mi familia termine por desmoronarse. Mi padre habría tenido una hija con otra mujer, hace varios años, antes de que se comprometiera con mi madre. La mujer amenazó con demandarlo si no cumplía con sus manutenciones, lo peor de todo, era que mi padre ya no trabajaba y estaba jubilado. Lo que hacía suponer que la hija era mayor de edad. Esta errónea deducción me tranquilizó a mí y a mis hermanos por un momento, no obstante, mi padre consternado nos dijo que la muchacha había nacido con una enfermedad mental y habría que traerla a casa.

En ese instante, sentí un odio inmenso hacia mi padre que lo maldije hasta la eternidad. Mis hermanos sin decir ninguna palabra apenas lo escucharon y con asombro de remordimiento se marcharon, dejando a aquel hombre por quien muchos años me tuvo engreído mientras tenía una hija enferma con otra mujer.

Lloré por un momento, más por mi hermana que tenía enferma por años, sin conocerla, y de haber sido engañado por mi padre que quiso esconderme sus verdades aparentando ser cándido frente a las imágenes benevolentes cada vez que me llevaba a misa. De todos modos, conocí a mi hermana, llegó a mi casa cuando mirábamos televisión con mis hermanos. Se llamaba Tania, tenía la cabellera descuidada, de piel blanca, contextura gruesa y vestía unas zapatillas blancas. Mi padre lo habría traído a casa para vivir con ella, encargándose de sus medicamentos y todo lo que tendría que ver con su salud y alimentación.

Mi hermana, tenía 25 años, pero pareciera que tuviera sólo tres años de edad. Tania no podía hablar y sólo balbuceaba cuando le hablábamos. Al principio fue duro acostumbrarnos a vivir con ella, debíamos de limpiar su cuarto, y lavarla como si de un niño se tratase. Mi padre era el que más la cuidaba y paraba pendiente de ella. Todos los días, me ponía a pensar y lloraba por mi hermana verla así, me daba mucha lástima de no saber qué es lo que necesitaba.

Pasaron los años y mi padre cayó enfermo, ninguno de mis hermanos querría hacerse cargo de Tania, que lo miraban con recelo y asco, así que, tuve que hacerme cargo de ella. Mis hermanos estarían pendientes de mi padre y yo me encargaría de cuidar a mi hermana. Me levantaba muy temprano para ir a trabajar y preparar el desayuno; regresaba a casa sólo en las noches, al igual que mis hermanos, y era mi padre, pese a sus esfuerzos, quien se quedaba en casa con Tania.

Los días y noches transcurrían rápidamente, cuando al llegar a casa, vi a mi padre muerto, en el piso ensangrentado. Me quedé estupefacto en ese instante y pedí ayuda hasta alarmar a todo el vecindario. Traté de mover a mi padre, pero su corazón había dejado de latir, lloré y lloré en mi propia casa, sin que nadie me pudiera ayudar, el silencio parecía apoderarse en ese momento cuando divisé por el pasadizo de mi cocina a mi hermana Tania que me miraba atentamente a los ojos, y de un momento a otro comenzó a sonreír malévolamente con el cuchillo en mano lleno de sangre.



Por: Jhorddy Salinas

Leandra y su calvario.

Estaba yo, parada  frente a la ventana observando como caía sin prisa las gotas de lluvia sobre el asfalto, una tras otra, de forma limpia y sincronizada. Mi mano acariciaba suavemente el vidrio de mi ventana deseando estar afuera, pero el grito de mi madre me trago de nuevo a tierra.

¡Leandra! gritaba mi madre con voz tenue y poca fuerza, yo sabía bien a que refería su llamado, pues era domingo por la noche y tenía que acostarme para despertar temprano mañana e ir al colegio como todos los lunes y los cuatro días siguientes. 

Ya con la pijama puesta y echada sobre la cama mi madre gira hacia mÍ, siento sus delicados labios rosando mi mejilla que terminan en un profundo y tierno  beso, se levanta despacio y se dirige a apagar la bombilla, ella sale sin hacer mucho ruido cerrando delicadamente la puerta de mi habitación.

Mientras yo aun despierta sin muchos ánimos de dormir empiezo a contemplar cada milímetro de mi habitación, con ese sobresalto de todas las noches, mi subconsciente ya  espera con recelo aquel hombre que desde hace dos años y contra mi voluntad, todas las noches me hace su mujer.  

Ese hombre es Frank, mi padre y desde que tengo 14 años dice que dejo de quererme como su hija y me ve como una mujer, pues esas fueron sus palabras la primera vez que entró en mi habitación mientras mi madre dormía plácidamente.

Aun recuerdo claramente esa primera vez, y todas sus visitas  interrumpiendo mi privacidad, llevándose mi inocencia en un momento de placer. Es mi padre, lo sé,  pero todo ese odio que llevo por exactamente dos años me carcome por dentro  y la idea de matarlo no aborda mi mente.

Ya lo tengo todo planeado, me levanto muy suavemente de mi cama sin hacer mucho ruido, me dirijo a la cocina, cojo el cuchillo que horas antes mamá acaba de afilar y me lo llevo conmigo a mi habitación a la espera que Frank venga como todas la noches, mientras estoy tapada de pies a cabeza con mi cubrecamas color rosa pálido siento que él, el monstruo interrumpe en mi cuarto y abre muy cautelosamente la cerradura sin hacer nada de ruido, tal vez para que mamá no escuche y él pueda actuar sin remordimientos.

Cuando siento los pasos de Frank caminar hacia mi cama los segundos se hacen eternos y siento que todo mi cuerpo se tensa en un solo ritmo, no dejo de pensar en el cuchillo que tengo debajo mi manga y en mi madre durmiendo en la otra habitación. Ya siento su respiración agitada tan cerca de mí, una mezcla de asco y odio invade mi cuerpo.

 No lo pienso dos veces y mientras arrastra mi cubrecama para destaparme, yo me inclino hacia él clavándole directamente el cuchillo en el corazón. Él no grita, no se queja y en silencio cae sombre mí, siento ese río caliente de sangre roja que invade mi cuerpo y mi cama, opacando el tono rosa pálido de mi decoración juvenil.

El ambiente de mi cuarto es terrorífico una mezcla de sangre, venganza y sobre la cama mi padre con un cuchillo atravesando su corazón, el hombre que me violó, el hombre que yo maté. Mi respiración se contrae y me incorporo a la escena esperando que alguien  mañana temprano se dé cuenta de lo que paso una noche de domingo. 

miércoles, 9 de octubre de 2013

INDELEBLE

Tenía 9 años cuando falleció mi padre, vi a mi madre llorar desconsoladamente por primera vez, pero en mi inocencia creí que algún día volvería a verlo, abrazarlo y decirle cuanto lo amo y así pasaron dos meses.

Mi madre aún con la tristeza en sus ojos notó que yo andaba muy mal en el colegio, no prestaba atención a las clases y las matemáticas se complicaron más y más en mi mundo.

En el colegio, las clases se hacían muy pesadas, mi profesor era muy amable conmigo, me ayudaba con las matemáticas, pero cuando había prácticas todo parecía borrarse de mi mente. Me recordaba que si no le ponía más empeño desaprobaría el curso y sé que si mi papa estuviera vivo, eso le enojaría mucho.

Me enteré que mi profesor había conversado con mi mamá y al llegar a casa la vi preocupada, recuerdo muy bien sus palabras, mi mamá tenía deudas en el banco, deudas en el colegio, el dinero para la comida se acababa y entonces me dijo que necesitaba conseguir un trabajo. Entendí que tenía que poner todo de mi parte para que mi mamá se sienta orgullosa de mí.

Todos los viernes llevaba clases particulares de matemáticas, era el mismo profesor que me enseñaba en el colegio, supe que todo era solo para ayudarme por eso no cobraría nada y a las cinco de la tarde yo tendría que ir a casa de la señora Carmelita -amiga de mi mamá- hasta que mi mamá regrese del trabajo.

Ese mismo día mi profesor se hizo muy amigo de mi, me hacía muchas preguntas y sentí a mi papá de regreso, él me abrazaba, jugaba y a veces hasta me contaba muchos cuentos. Parece que no le gustaba vivir solito porque siempre me hablaba de una mujer a la que el amaba tanto.

Cierto día sentí que me dolía la espalda, estaba por horas sentada haciendo una práctica, y el profesor al darse cuenta, se acercó, me cogió de la nuca y metió sus manos heladas debajo de mi blusa, el dijo que me haría unos masajes para seguir con el estudio. Me sentí muy rara, Nunca antes me había tocado la espalda unas manos que no fueran las de mi mamá cuando me bañaba o cuando me vestía para ir al colegio.

Justo después me llevó a un cuarto, me asusté, solo quería irme, pero neciamente me jaloneó, me arrastró, me cargó, me aventó en una cama y vi como se desabrochaba su pantalón, le dije que no se acercara a mí -en ese momento solo quería estar con mi mamá- me escondí debajo de la cama, grité, pero era más fuerte que yo, no sabía cómo escapar, grite muchas veces, le mordí el brazo, me abofeteó, cogió la correa y sentí como la hebilla del cinturón marcaba mis extremidades. Ya no tenía fuerza, para defenderme, me levantó la falda. Y sucedió, mi profesor me había hecho daño. Lloré y atemorizada, esperé hasta que la señora Carmelita me recogiera, siempre llegaba minutos antes de las cinco pero esta vez se había demorado, y creo que ese hombre malo lo sabía.

Cuando llegué a mi casa, mi mamá me sirvió la cena, me abrazó y yo tuve que fingir, hubiera sido mejor que le cuente lo que el profesor me había hecho, pero ella estaba muy cansada y en silencio fui a mi cuarto.

Me saqué la blusa que llevaba el olor del perfume del profesor, desabroché mi falda y mis zapatos, solo quería bañarme borrar las manos viejas y ásperas que tocaron todo mi cuerpo, si alguien me preguntan cuál fue el día más triste de mi vida, yo diría: El día que mi papá fue asesinado, porque desde ese día vi a mi mamá con tantas preocupaciones, porque desde ese día comencé a fallar en el colegio al punto de llegar a casa de mi profesor.

Por varios meses tuve que soportar su olor, sus ojos que me miraba fijamente, y los besos mojados en mi pecho y muchas cosas más que recordarlo solo provoca maldecir el día en que pisé la casa de ese animal. Pero tenía que llegar el día que mi mamá se enteraría de todo, no me importo que dirían mis amistades de esto, solo quería que ese hombre este muerto o refundido en la cárcel. Junto a mi mamá fui a denunciarlo, pero era muy tarde, la policía no logro encontrarlo y ahora era un prófugo.

Al pasar tres años, una noticia logró que mi vida cambiara por completo, mi mundo se oscureció, las ganas de matar se incrementaron, el deseo de morir era intenso, recuperar a mi padre es lo que más quería, yo no merecía esa vida. Ese hombre fue amigo de mi padre cuando eran jóvenes y vivió enamorado de mi madre, al enterase que ella se había casado con su amigo, prometió buscarlo y vengarse.

Entonces entendí todo, enfermo de rencor y venganza abuso de mí y destruyó la felicidad de mi familia. Aquel hombre era la sombra que siempre nos rondaba y aunque parezca mentira seguirá siéndolo por muchos años, aun estando en prisión.

Valeria es mi nombre y mi historia es tinta indeleble por más que lo desee nunca podré borrar las asquerosas caricias de ese hombre que se decía ser mi profesor y amigo de mi padre.





Escrito por: Jackeline Aguilar 

lunes, 7 de octubre de 2013

LA VENGANZA DE DAMIAN

Cerca de la media noche, Damian caminaba por esa fría y solitaria celda, igual que otras noches no podía dormir, recordaba cada uno de los hechos de aquel terrible día que cambió su vida. El día que murió su adorada Agatha y que su familia le dio la espalda.
Eran las 10 de la noche cuando Damian vio por última vez a su esposa, se despidió de ella y se quedó en el estudio escribiendo un libro sobre Rivadeneyra un corrupto político que se iniciaba en el poder.

Horas más tarde subió a su habitación, terrible fue su sorpresa cuando vio a Agatha tirada en el suelo cubierta de sangre y aferrándose a lo poco que le quedaba de vida,  al verla la cogió en sus brazos, llorando le pidió que se quedara con él, pero ya era demasiado tarde, Agatha agonizaba y en su último susurro apenas pudo pronunciar “es por tu libro”, su corazón dejo de latir y sus ojitos se cerraron, Damian se sentía morir, gritó de dolor y su llanto era como el de un niño que perdía lo que más quería en este mundo, no podía creer lo que estaba pasando, cuando de pronto vio al costado del cuerpo de su esposa un cuchillo lleno de sangre, lo cogió con sus manos sin pensar que con ese acto se estaba condenando.

Desde ese día todo cambió a Damian lo embargaba el odio por el asesino de su esposa, se sentía furioso, solo pensaba en vengarse, y recordaba las últimas palabras de su esposa en su lecho de muerte, Damian sentía una opresión en el pecho que no lo dejaba vivir en paz.
El juicio empezó y él era el principal sospechoso, sus huellas fueron encontradas en el arma homicida y su versión nadie la creyó, no pudo defenderse de las pruebas ni del rencor de los familiares de Agatha que lo creyeron culpable y no descansaron hasta que Damian fue condenado.

Habían pasado 20 años de aquella condena y Damian en prisión ni una sola noche dejó de recordar ese día, ni las palabras de Agatha, el siempre creyó que Rivadeneyra había mandado a matarlo, pero que cometieron un error y la víctima fue su esposa. No tuvo como probarlo pero juró que se vengaría.
Día tras día en la cárcel no hacía más que recolectar diarios o información sobre la vida y carrera de Rivadeneyra, su odio fue creciendo y solo esperaba con ansias el día que la vida le diera la oportunidad de vengarse, no le importaba la soledad de la cárcel ni el odio de su familia.

Un día recibió una gran noticia, en unos días volvería a ser libre, su conducta en la cárcel fue la mejor y por eso recibió los beneficios de ley, pero en su mente solo estaba que por fin podría vengarse, había planeado tanto este día, Rivadeneyra ahora era un conocido político de carrera y a punto de conseguir la presidencia de su partido.
Damian salió de la cárcel se refugió en un cuartucho de una quinta lejana a la ciudad, y desde ese día solo se dedicó a  seguir a su enemigo, iba planeando y viendo como atacarlo, y como concretar su venganza.

Seis meses pasaron Damian ya había ideado su plan, y tenía todo listo para efectuarlo, el gran día había llegado, era el momento de atacar, Rivadeneyra daría una conferencia en un parque público de una pequeña ciudad, y Damian no tendría mejor oportunidad, porque como era un lugar pequeño no habría tanta seguridad.

Damian ingresó al hotel donde Rivadeneyra estaba hospedado, se escondió detrás de la cortina del cuarto de su víctima, mientras veía en su mente todos los momentos felices que pasó con su esposa, recordó y como si llorara lágrimas de sangre sentía el dolor en el pecho de haber perdido a la persona que más amaba en su vida, el odio lo embargó, Rivadeneyra entró a su alcoba y sin darse cuenta de la presencia de su verdugo se sentó en  la cama, el rostro de Damian solo mostraba las ganas de matar a Rivadeneyra y dispuesto a todo por vengar a su amada Agatha sacó su arma y gritó “Tu maldito pagarás por la muerte de mi esposa, no me importa estar en la cárcel, porque desde que murió mi Agatha estoy muerto en vida” Rivadeneyra se asustó y se quedó atónito y antes de que Damian pudiera disparar su arma, recibió un disparo mortal de un francotirador que resguardaba al político las 24 horas del día.

El incidente se calificó como un intento de homicidio a un “ilustre” político, la verdad nunca salió a la luz y el pobre Damian jamás pudo concretar su venganza, que había sido lo único que lo mantuvo vivo todos estos años.


FIORELLA MARTÍNEZ

viernes, 4 de octubre de 2013

Autobiografía de GR

Por Guillermo Rojas:

Un grupo de amigos y contactos en el Facebook me pidieron que publicara mi autobiografía para, capaz, leerla cuando aparezca en su muro. Ante este pedido enérgico, mis manos me arrastrar al teclado, para que mi mente rememore mi pasado y mis pasos queden marcados en Internet y entre los cibernautas.

Eh acá, mi autobiografía:

Desde que me concedieron me llamaron Rojas, la gran familia y el apellido que anda en cada rincón del planeta y de una antigüedad envidiable. El primer SR. Rojas fue el patriarca de miles de  generaciones, y el que se autodefinió como tal por tener el rostro rojizo, beber líquidos rojos y  comer solo carne y frutos rojos, incluso saborear sangre. Así es, el primero nació en Europa y el primer hemotófago, un hábito copiado por un tal Conde Draculea, conocido como Drácula, cuando mi ancestro viajó a Pensilvania a buscar a su amada. Él, por su consumo de alimentos rojos, desarrolló una inmensa musculatura y fue longevo, posiblemente más que Matusalén. Collins se llamaba y nació un siglo y medio antes que el famoso chupa sangre.

 Su amor a su primera esposa y sus aventuras con otras amigas cariñosas expandió el apellido como si con él conquistara cada región europea.

Y entonces ¿Cómo llegaron los Rojas a Europa? Según escritos de mi bisabuelo, Collins fue quien formalizó el apellido por su costumbre y su aspecto físico. Sin embargo hubo un par de hermanos, sus abuelos, quienes zarparon en un galeón pirata, conocido como el Holandes Errante, al mando capitán Holmes. Una nave aventurera y repleta de peligroso marineros de las cantinas porteñas de España y que abordaban cualquier embarcación hispánica cargada de riqueza de América, sin dejar sobrevivientes. Los hermanos Filipo y Diego, hijos del Conde Donatello Azul, que se refugiaron en la piratería para escapar de esos palacios aburridos y fiesta acomodas  de su padre, fueron los primeros en cavilar el apellido en oposición a su progenitor: Roja. Collins, al parecer, le agregó la “S” para que su pronunciación sea más agradable y porque la letra comienza con su elixir preferido, sangre.

Allí la explicación más convincente del cómo mis genes arribaron al Nuevo Mundo. Fueron esos hermanos, mis antepasados bigotones, los que en un enfrentamiento entre su bando contra la Armada Española, casi mueren entre los cañones, si es que el hijo del capitán no los hubieras obligado a escapar por el lado opuesto del tiroteo, nadando hasta una isla solitaria y fueran rescatado por una embarcación de exploradores que se dirigía  al sur de América en busca otro Dorado y conquistar nuevas tierras.

Así, los hermanos llegaron cerca de la Patagonia, hoy al sur de Chile y Argentina. De ellos, no se sabe si perecieron a manos de los nativos o mapochos, o acaso sobrevivieron y expandieron el apellido, pues en Chile la pronunciación es diferente, y de seguro, existen hoy muchísimos Rojas o “Roja” como los vecinos sureños dicen.

Lo que sí se sabe es que el gen Rojas llegó al Perú por el norte costero. Capaz porque a algunos de los hermanos barbudos tuvo unas par de encuentros amorosa cuando la tripulación y la nave exploratoria se detuvieron en las costas norteñas por algunos días antes de ir al sur del globo. Habrán hecho honor a su apellido y embarazado a varias chicas en tan poco tiempo, con consentimiento de todas. Y es que, su físico y estirpe traía féminas por doquier.

Entre los Rojas conocidos del norte peruano, Juan Antonio Rojas fue el más adinerado y famoso. Tras las guerras independentistas, en las que apoyó al bando nacional, su hacendado creció en un santiamén. Las mujeres también nunca faltaron. Todas a montones, de todas las clases, razas y provincias. Incluso algunas, al parecer, según cuenta mi bisabuelo, sólo tenían intimidad con Juan o sus hijos para heredar esos encantadores ojos azules color cielo cuzqueño, para que sus descendientes fueran bellos. Muchos de ellas, con sus colorados y buen mozos bebes en manos se dispersaban por los distintos departamentos y zonas del Perú, como si una divinidad hubiera dicho: “Vallan y multiplíquense Rojas”.

Lamento eso sí, desde que me lo contaron, tener entre mis venas la sangre de Griffing Rojas, un general chileno que pisó suelo peruano, mató miles de compatriotas y llegó a decir que el apellido es oriundo del territorio mapocho, cuando las tropas chilenas invadieron el país en la guerra del Pacífico. Suerte que Cáceres y los nuestros, lo detuvo a él y el avance sureño en la sierra peruana e impidió que el apellido llegue a la Amazonía por varias décadas.

Otro que también me avergüenza es Gregorio Rojas, un pistolero radical opositor al gobierno de Prado y que intentó matarlo, sin éxito. Dicen que practicó por días su puntería, sin embargo, frente al expresidente, la mano se le durmió y se le puso el rostro rojo como tomate. Sólo hizo honor al apellido cuando la guardia presidencial lo abatió y lo baño en sangre.

En los últimos años he conocido decenas de Rojas, del norte, sur, centro, oriente y occidente del país, incluso del extranjero, la mayoría por las redes sociales. Uno de ellos me sorprendió. Se trata de Wilfredo Paucar Rojas, un peruano que vive en España y me contó que nuestro apellido proviene de allí, de las tierras catalanes y que nuestro ancestro conoció incluso a Rodrigo Díaz de Vivar, El Cid Campeador. Una mitología al parecer, a pesar de que mi amigo es historiador europeo.

Hay tantos Rojas que no recuerdo alguno tan famoso ni que haya hecho una proeza sobrehumana. Eso sí, nadie duda que las generaciones de los “Rs” siempre buscaron copar el planeta con una misma sangre. Algunos antepasados se cambiaron el nombre, otro el apellido como Rojillas, Rojo, Rojuela, Rodas, Rogeda, y  con otras conjugaciones propias de las lenguas que componen el vocabularios de diferentes naciones y pueblos.

De alguna manera ¿Todos procedemos de una pareja o unas no? En algún momento los genes cambian un poco como el suelo, el clima, los hábitos, al igual que los apellidos. Un pariente mío pudo ser presidente, asesino legendario, astro del fútbol, científico revolucionario, político golpista o un ladrón internacional. Pero eso ya se lo dejo a mis parientes lejanos y a los desconocidos. De ellos serán el cielo o en infierno en la tierra.

Siguiendo esta línea hereditaria, diré que espero mi apellido perdure hasta los últimos suspiros del planeta, el Rojas, al igual que el Ojeda, -aunque esa ya es otro texto-. No tendré hijos por docenas  como polígamo. Ese no es mi estilo ni mi juicio. Amaré a una, imitaré a Collins; aunque y mis ojos sólo para ella serán. En eso superé a miles de generaciones pasadas, será mi récord personal.

Una idea me invade la mente ¿Publicar una autobiografía que parece lejana de mi persona y mostrar mi simpático árbol o abanico genealógico? Es de buen criterio guardarse lo suyo, su vida, sus aciertos y fallas, mas creo que cuando llegue el momento de partir de este mundo, sonreiré. Habrá algún futuro Rojas que escribirá sobre mí y perduraré por los siglos de los siglos. ¡Amén!



jueves, 3 de octubre de 2013

LA PROFECÍA


Siglo VIII - XIV d.c. Narra la historia castrense que en tiempos de hambruna y zozobra, el poblado de Maracaibo fue invadido por los bárbaros, quienes obligaban a la gente a comunicarse con Dios, en una prueba de desafiar su voluntad de fe.



“Las muertes eran incalculables, no había opción de decir alguna palabra en contra de su deidad”, dice Artur Taylor, arzobispo exiliado de Roma, que falleció por brindar éstas declaraciones días después a la entrevista. Aunque resulte increíble, la mayoría de los maracaibinos resultaron ser amantes del ser divino, pese a una obligación extravagante que fue implantada por la invasión germánica o también llamados bárbaros.

El cambio intencionado de la fe religiosa ocasionó a que muchos adoraran a un Dios benevolente, claro, esto se dio en un contexto de situación crítica. Mucha gente no comía,  no por razones de creencias- sino más bien-por la escasez de alimentos que eran obviados por el gobernador Nicolái. La poca experiencia que tenía a su cargo, en Maracaibo, no le bastó de hacer blanco de las críticas.

Sin embargo, por cuestiones del azar y el destino, tuvo un sueño extraño, que ni el mismo logró entenderlo, pese a ser de una personalidad noble, pero a la vez falaz. Su cambio repercutió en la ideología del  pueblo, pues Nicolái, ya no era el mismo, sino un hombre que decía llamarse el profeta, un poseedor del don de profecía. Entre sus discursos vislumbraba, tiempos mejores: abundante comida, expulsar a los invasores y sobre todo a depositar su confianza en él.

Terminado el discurso, la gente enmudeció por unos minutos, sin respuesta al insólito acontecido. Pasado el tiempo, una fuerte bulla explotó entre la muchedumbre, algunos de ellos rumoreaban lo siguiente: “¿será él, el nuevo Dios de la tierra?”, “¿cómo puede decir semejante tontería?”, “es sólo cuestión de esperar, pues con paciencia e inteligencia sabremos lo que este patán quiere decirnos”.

Efectivamente, el transcurrir de los años, jamás le dio la contra a los maracaibinos, ya que, Nicolái cumplió con sus palabras. Era realmente el susodicho. No obstante, lo era hasta un cierto momento, porque llegó a la ciudad un trovador que comenzó a desenmascararlo; que entre letras hubo que improvisar la historia para que la gente lo creyera. Es así como terminó por acabarse el reinado de este profeta, ofuscado por las divagaciones de las santas escrituras.

Hasta ahora, las investigaciones han determinado que en verdad existió aquel trovador que desvirtuó lo acontecido en párrafos anteriores. Los manuscritos encontrados revelan que la ciudad de Maracaibo, era el principio del fin de una historia, fantaseada por los sueños del gobernador Nicolái.


Pura relación con la realidad, se equivoca.*   


Escribe: Jhorddy Salinas Carrasco