Era uno de los últimos días de agosto, un sábado. El cacareo del gallo en la casa del vecino me despertó. El aire helado que acarició mis pies me sacó de la cama y también visitó las habitaciones de mi familia sin despertarlos. Hasta nuestro peludo guardián estaba en los brazos de Morfeo. El reloj de mi recámara marcaban 5 minutos para las 6 de la mañana. Me puse un chompa y aproveché el descanso de mis padres para terminar de conocer cada rincón de la casa.
Bajé al primer piso a través de la escalera en forma de caracol, esa que tanto empezaba a amar por su ventana a mitad de camino, la única de mi nueva posada, que me concedía ver el cielo de la ciudad. Era rectangular, unas gotas inmensas de lluvia la empapaban.
En esa casona del Cercado de Lima era el segundo día en que me levantaba. Sus paredes humedecían, palparlas provocaba que se pelen como piel reseca. Desde nuestra llegada, mis padres me prohibieron que las toque, sin ninguna razón. Pensé que era porque mis manos casi siempre andabas mugrientas de tanto jugar canicas o de acariciar al perro. Sin embargo, hasta ese momento con astucia y algo de rebeldía pude palmar todas, en menos de 6 horas de inspecciones típicas de cualquier escolar de 09 años que recién se muda. Sólo me faltaron las de un cuarto de la casa, el que estaba junto a la escalera de espiral. Al segundo día, papá dijo que aquella pieza estaba con candado por dentro y que la dueña de la casa la extirpó del alquiler.
Esa recámara y su puerta de madera arrugada y de verde oscuro salpicada de moho era la culpable de mis siestas tempranas y de que me levante antes que todos para tratar de tocar su interior. Desde que la vi por primera vez no fue la ausencia de una manija lo que me atrajo, sino el nudo en la garganta que me produjo al acercarme a ella con un olor como el que rodea a un parque en primavera.
Suponía que su interior sería del mismo tamaño de las otras habitaciones. Las de la primera planta altas como para una jirafa y las de la segunda como para Quasimodo. Mi alcoba era la más angosta y cálida, y era la más embetunada con color blanco, tan puro que, por la poderosa iluminación de su bombilla al golpear sus muros, las cucarachas y hormigas preferían pasear en los demás aposentos.
Jugaba contra el tiempo frente a ese pórtico vetusto mientras cavilaba cómo abrirlo, pues mis familia pronto despertaría y preguntarían el por qué del afán por descubrir lo prohibido e imposible. ¿Cómo abrir la puerta de este cuarto si su candado está adentro?, me cuestionaba sin perderle la mirada a tremendo portón.
Una obsesión infantil se encendió en mi mente y sentía que los días que me quedaban de vacaciones se extinguían con cada segundo que no encontraba respuesta a mis pensamientos. Ya eran las 7 de la mañana, sonaron las alarmas, se desadormeció mi familia, el peludo ladró y mi corazón se sacudió: perdí mi oportunidad del día para ingresar a la sala secreta.
Durante una semana, sin que nadie se de cuenta, practiqué el mismo ritual. Llegó el domingo y mi anhelo invasor se caía a pedazos. Entonces me acerqué al muro de madera oscura y me apoyé sobre el. Sentí una calidez adictiva ante el invierno limeño que se acercaba a su fin. La puerta era como una cama para recién nacidos, al frotarla su irregular relieve masajeaba las yemas de mis manos y el perfume que emanaba calmaba cualquier latido acelerado. De repente, sin querer, una de mis uñas largas arañó el pórtico con fuerza cuando un escalofrío golpeó en mi nuca. Empezaron a desprenderse pequeñas hilachas de madera de la puerta como al rayar una zanahoria. Retrocedí a penas unos pasos hasta quedarme petrificado. Ante mi ya no había portón alguno, sólo tiras de madera rayada en el suelo y una habitación al parecer vacía. Pasé a el y encontré un cuadro en una de las paredes. Su marco era dorado con puntos plomos y, por su tamaño, posiblemente lo hubiera cargado en brazos. En su interior estaba dibujada una rosa blanca con un fondo negro y con una pequeña letra su nombre "La rosa de la Guaquilla". En cada instante me sentí adormecido por su fragancia sin usar la lógica que señala a las obras de artes ajenas a la producción de olores, deliciosos o hediondos. No lo resistí y me acerqué más a la imagen y de repente me desvanecí. Fue un pestañeo inmediato.
Cuando mi ojos se abrieron a los pocos segundos estaba echado en mi cama con la pijama del primer día en que traté de descubrir lo que se escondía detrás de la puerta. Vino mi madre a darme un abrazo y me dijo: "Ayer te pedimos que no toques las paredes sin ninguna razón. Te diré el por qué hijo mío: la dueña nos dijo que hace algunos años su esposo, creyente de viejas costumbres limeñas, las pintó a base de rosas blancas, en especial la pared que está al comienzo de la escalera, en ella él las mezcló con claveles negros para evitar que la Guaquilla, el espectro manipulador de sueños, invada el descanso de los niños en el segundo piso".
Por Guillermo Rojas.