En un barrio alejado de la urbe limeña, lejos de los griteríos y de las
señalizaciones caóticas que entorpecen a conductores y peatones cuando
transitan por avenidas concurrentes, me encontraba viviendo con mi padre y mis
dos hermanos mayores que terminaban la adolescencia. Como hijo menor, era el
engreído de la casa y no había reproche para aquel que no entendiera mis
engreimientos.
Recuerdo cada vez que mi padre nos llevaba a misa, íbamos a hacer
peregrinación cada fin de semana. No me sentía cómodo de caminar con tanta
gente, pero, preferiría haberme quedado jugando en casa de churrito, mi gran
amigo. Sin embargo, entre tantas salidas por los santuarios de Lima, había
percatado algo extraño en la personalidad de mi padre. Su tierna mirada con
lágrimas en los ojos y la barbilla que sobresalía su mentón, dibujaban el
rostro de esos santos que observaba atentamente por algunos salones de la
iglesia.
De regreso a casa, no encontrábamos comida en la mesa, porque, entre
puros hombres, ninguno sabía cocinar. Mi madre, aquella mujer a que no veía
hace más de cinco años, se había divorciado con mi papá, apenas cumplí los tres
años, es por ello que, mi memoria no guarda ninguna imagen de ella. Quizás mis
hermanos sean los únicos que más la extrañaban, ya que por curiosidad encontré
cartas en sus roperos donde expresaban su más efusivo sentimiento de amor.
Por momentos estaba a gusto de tener las ventajas de mi dulce infancia,
terminar la primaria en un colegio que se iba desquebrajando por abandono, era
lo que menos me importaba, porque ahí conocí nuevos amigos con los que iba
aprendiendo y pasé peripecias inolvidables. Mi amigo churrito, era mestizo,
nariz aguileña, de padre ayacuchano y madre argentina, al igual que yo, vivía
con sus hermanos. Al costado de su humilde casa de triplay, tenía un patio de
cemento donde nos reuníamos para jugar canicas o trompo. Conforme íbamos
creciendo nos fuimos alejando de nuestra amistad, puesto que, adoptó otro tipo
de personalidad que lo llevó a las drogas. En mi caso, yo me sentía igual, sin
cambios en mi conducta, pero sí me sentía más maduro para tomar riendas sueltas
cuando las cosas salieran mal en casa.
Era otoño, y una llamada al celular de mi padre hizo que mi familia
termine por desmoronarse. Mi padre habría tenido una hija con otra mujer, hace
varios años, antes de que se comprometiera con mi madre. La mujer amenazó con
demandarlo si no cumplía con sus manutenciones, lo peor de todo, era que mi
padre ya no trabajaba y estaba jubilado. Lo que hacía suponer que la hija era
mayor de edad. Esta errónea deducción me tranquilizó a mí y a mis hermanos por
un momento, no obstante, mi padre consternado nos dijo que la muchacha había
nacido con una enfermedad mental y habría que traerla a casa.
En ese instante, sentí un odio inmenso hacia mi padre que lo maldije
hasta la eternidad. Mis hermanos sin decir ninguna palabra apenas lo escucharon
y con asombro de remordimiento se marcharon, dejando a aquel hombre por quien
muchos años me tuvo engreído mientras tenía una hija enferma con otra mujer.
Lloré por un momento, más por mi hermana que tenía enferma por años, sin
conocerla, y de haber sido engañado por mi padre que quiso esconderme sus
verdades aparentando ser cándido frente a las imágenes benevolentes cada vez
que me llevaba a misa. De todos modos, conocí a mi hermana, llegó a mi casa
cuando mirábamos televisión con mis hermanos. Se llamaba Tania, tenía la
cabellera descuidada, de piel blanca, contextura gruesa y vestía unas
zapatillas blancas. Mi padre lo habría traído a casa para vivir con ella,
encargándose de sus medicamentos y todo lo que tendría que ver con su salud y
alimentación.
Mi hermana, tenía 25 años, pero pareciera que tuviera sólo tres años de
edad. Tania no podía hablar y sólo balbuceaba cuando le hablábamos. Al
principio fue duro acostumbrarnos a vivir con ella, debíamos de limpiar su
cuarto, y lavarla como si de un niño se tratase. Mi padre era el que más la
cuidaba y paraba pendiente de ella. Todos los días, me ponía a pensar y lloraba
por mi hermana verla así, me daba mucha lástima de no saber qué es lo que
necesitaba.
Pasaron los años y mi padre cayó enfermo, ninguno de mis hermanos
querría hacerse cargo de Tania, que lo miraban con recelo y asco, así que, tuve
que hacerme cargo de ella. Mis hermanos estarían pendientes de mi padre y yo me
encargaría de cuidar a mi hermana. Me levantaba muy temprano para ir a trabajar
y preparar el desayuno; regresaba a casa sólo en las noches, al igual que mis
hermanos, y era mi padre, pese a sus esfuerzos, quien se quedaba en casa con
Tania.
Los días y noches transcurrían rápidamente, cuando al llegar a casa, vi
a mi padre muerto, en el piso ensangrentado. Me quedé estupefacto en ese
instante y pedí ayuda hasta alarmar a todo el vecindario. Traté de mover a mi
padre, pero su corazón había dejado de latir, lloré y lloré en mi propia casa,
sin que nadie me pudiera ayudar, el silencio parecía apoderarse en ese momento
cuando divisé por el pasadizo de mi cocina a mi hermana Tania que me miraba
atentamente a los ojos, y de un momento a otro comenzó a sonreír malévolamente
con el cuchillo en mano lleno de sangre.
Por: Jhorddy Salinas
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